El modelo de desarrollo que se ha impuesto generalizadamente
en la región está generando,sin proponérselo
quizá, sino más bien como consecuencia de la realidad
concreta en que se adoptó, una estructura económica
en donde la modernidad tecnológica, la intensividad de capital,
la sofisticación de patrones de consumo conspicuo, y los
altos índices de productividad en sectores "de punta"
de las economías, coexisten con organizaciones básicamente
artesanales de una economía tradicional, de baja productividad
y escasos coeficientes de incorporación de tecnología
y de capital.
Dicho esto, hay que reconocer que en el actual debate
sobre cómo determinar las políticas adecuadas para
apuntar al doble efecto del crecimiento y la equidad, el tema del
Estado tiene dos notas características. Por una parte el
discurso del "encogimiento" del Estado en el presente
ha cobrado renovado vigor como parte esencial de la revitalización
ideológica neo-liberal. Por otra parte, es clara la necesidad
de renovación o reforma del Estado como ingrediente indispensable
para elaborar y gestionar políticas públicas eficaces.
No puede desconocerse el potencial de eficacia que, bajo ciertas
condiciones de modernidad, tiene esta nueva racionalidad instrumental
que posibilita una forma innovadora de gestión del interés
público, que supone un aparato estatal más liviano
y más eficiente. Sin embargo, por el hecho de que junto a
este potencial instrumental está ese otro plano donde campea
la ideología que empuja hacia el desmantelamiento del Estado,
utilizando con frecuencia el discurso populista de la "antiburocracia",
es preciso separar las cuestiones relativas a la eficacia del aparato
estatal renovado, de las implicaciones que el "encogimiento"
del Estado tiene para la organización de la política
como actividad social primordial. La reforma del Estado no tiene
porqué conceptualizarse al precio de comprar propuestas ideológicas
que de suyo llevan hacia la privatización de la política,
que otra forma de negación de la política y, a la
larga, del Estado.
Esta doble vertiente del actual debate práctico
sobre el Estado, tiene una gravitación indudable en la recomposición
de la esfera de acción del interés público.
Como sabemos, sin ésta no es posible siquiera conceptualizar
al Estado. Por cierto, la delimitación de esa esfera de acción,
depende en buena medida de las grandes tradiciones teóricas
acerca del Estado. No obstante, el debate contemporáneo acerca
de cómo recuperar los criterios de racionalidad para la acción
pública, trasciende el cauce propio y específico de
esas tradiciones.
a). Sobre lo público
y privado: las formas mixtas de articulación.
Es de la esencia de la política la "preocupación"
por lo público. La política surge como actividad específica
en la sociedad cuando a algún grupo de individuos le parece
evidente que la satisfacción de sus intereses no se logra
solamente actuando hacia adentro del grupo sino proyectándose
hacia otros grupos. La política es la actividad que por excelencia
rompe las fronteras tribales, excede los límites del parentesco
familiar o de la estructura patrimonial doméstica, según
el caso. La proyección hacia afuera del grupo es el proceso
que constituye el quehacer político de la sociedad y sustenta
el sistema de acuerdos y de regulaciones que formalizan e institucionalizan
el ejercicio de la autoridad en el plano societal. Los asuntos del
grupo dejan entonces de ser "privados", repercuten en
la forma cómo actúan otros grupos, y afecta por ende
al conjunto de la sociedad mayor. A partir de allí se hace
inevitable que ciertos conflictos no pueden ser resueltos por decisiones
que se toman solamente dentro del ámbito "privado"
y se hace necesario el recurso pactado a las decisiones de la autoridad.
En la sociedad moderna, son los partidos políticos
el vehículo por excelencia para posibilitar la proyección
de intereses más allá del ámbito privado. Son,
por tanto, indispensables para que se desarrolle la esfera pública
donde se hace la política. En gran medida el discurso del
"encogimiento" del Estado es un discurso antipartido,
que alimenta la visión de la política como la arena
donde se "disfrazan" los intereses particularistas de
grupos que sólo se mueven por apetitos de poder. En esa visión,
se sostiene que el verdadero interés público sólo
está en el ámbito de los "problemas reales"
que preocupan al individuo en su esfera inmediata, problemas que
no se resuelven con "ideologías" partidistas sino
dejando que el individuo se mueva solamente por lo que le concierne
en su vida privada, cotidiana. La única actividad "política"
que cabe en este visión privatizada del interés público,
es la actuación corporativa; la acción directa sin
intermediarios partidistas.
b)
La descentralización como eje dominante de la reforma del Estado.
Lo que parece ponerse de relieve y
con fuerza en el actual sobre el Estado es que a éste se le
hace cada vez más difícil combinar coherentemente sus
políticas desde un modelo centralizador. En esta dificultad
convergen, a nuestro juicio, dos tipos de fenómenos. Por una
parte (y como parece ser claro en el caso de Chile ) hay una suerte
de trampa de centralización que surge en el proceso de interacción
de los grupos en control del aparato estatal con los grupos que buscan
obtener decisiones favorables de parte del Estado. Por cierto, los
grupos en control del Estado, asumen para éste la capacidad
de poner en práctica sus políticas en todos los ámbitos
del "gobierno" a pesar de que ellos puedan tener diferentes
grados de fricción con los mecanismos de mercado. En la práctica
política y social, al encontrarse con situaciones que tienen
una fuerte carga de presión por parte de los grupos que demandan
acción pública, el Estado recurre frecuentemente a la
centralización de su actividad, reafirmando así su capacidad
como representante genérico de la sociedad frente al particularismo
de tales demandas.
Esa ha sido, en gran medida, nuestra
experiencia histórica recurrente. Es inédito el caso
en las experiencias de América Latina, de Estados que, para
aumentar su capacidad de respuesta frente a demandas, cualquiera sea
el nivel de política pública que ellas impliquen, hayan
recurrido a una suerte de entrega voluntaria y deseada de su propia
capacidad de acción. Lo que hace el Estado, generalmente, es
aumentar su capacidad de actuar centralizadamente. A la larga, en
esta estrategia, la propia centralización se empieza a convertir
en una especie de trampa de ineficiencia, porque el Estado termina
siendo desbordado por las demandas y saturada su capacidad de actuar
de una forma relativamente coherente.
En todo caso, alcanzado cierto nivel de respuesta del Estado ante
esas demandas, respuesta que se puede dimensionar por el destino del
gasto público que éste canaliza hacia ciertos sectores
de política social, es muy difícil producir consensualmente
aumentos significativos en la asignación de recursos del gasto
fiscal hacia ese sector. Y aún más, es también
difícil tener alguna flexibilidad para transferir recursos
de estas políticas de bienestar de un sector a otro. Ciertamente,
un componente decisivo de estas rigideces, es la dificultad de retornar
recursos obtenidos por el Estado central a los ámbitos de decisión
regional.
Así pues, se ha dicho que "la descentralización
del Estado se ha convertido en una "moda latinoamericana",
pero el debate politológico sobre este tema apenas ha empezado"(2).
Reforma del Estado y descentralización son hoy términos
indisolublemente asociados en la agenda actual en América Latina.
Partiendo de esa mutua implicación, cabe la pregunta acerca
de qué significa descentralizar el Estado, o si se quiere,
en un sentido más amplio, el sistema político. Al nivel
de la teoría de sistemas, supone trasladar competencias de
una unidad superior a una o varias unidades inferiores. Al nivel de
sistemas políticos, la descentralización modifica el
aparato institucional político-administrativo, trasladándose
las competencias a unidades inferiores (funcional o territorialmente
definidas) dentro del aparato estatal, o bien a instituciones fuera
del Estado. Siguiendo al politólogo van Haldenwang, la descentralización
puede adoptar diversas formas, a saber:
(i) La descentralización administrativa apunta al aumento de
la "eficiencia" en la asignación y apropiación
de recursos (desconcentración general por traslado de competencias
hacia niveles inferiores y horizontalmente integrados dentro de la
administración estatal como p. ej., prefecturas; desconcentración
funcional por transferencia a instituciones locales de los ministerios;
delegación burocrática, a agencias fuera de la burocracia
tradicional de los ministerios).
(ii) La descentralización política intenta ofrecer nuevas
oportunidades de participación al nivel regional o local. (delegación
política por traslado de funciones a instituciones semiestatales
donde los partidos y grupos de interés ejercen influencia decisiva;
devolución general por transferencia de competencias a entidades
territoriales regionales o locales legitimadas por medio de elecciones
y dotadas de cierta autonomía frente al gobierno central; devolución
funcional por la cual instituciones locales especializadas pueden
recibir poderes decisionales en algunos campos específicos.
(iii) La descentralización económica
persigue limitar las funciones estatales de regulación económica
y de distribución social, aliviando así el presupuesto
del Estado y liberando las fuerzas del mercado (privatización
de funciones públicas, competencias administrativas o medios
de producción; desregulación legal o política
de mercados anteriormente controlados por el Estado trasladando competencias
decisorias al mercado y a los individuos que allí interactúan).
En cualquiera de sus modalidades descentralizar significa intervenir
en la estructura institucional político-administrativa con
el fin de modificar la forma y el grado de la regulación estatal
en determinados campos políticos. La racionalidad de la descentralización,
a sea, el para qué de este eje central de la reforma del Estado,
se puede entender, según van Haldenwang, en las distintas perspectivas
teóricas del (neo)liberalismo; el (neo)estructuralismo, y el
(neo)marxismo.
En la primera perspectiva la reforma descentralizadora se intenta
para aumentar la eficiencia global del sistema por medio del desmantelamiento
de la regulación estatal. El argumento principal para fundar
esta lógica de la descentralización del Estado sostiene,
en resumen, que junto con el crecimiento demográfico y la aceleración
de la urbanización, se llega a una inflación de demandas
distributivas dirigidas al Estado. La inflación de demandas
va acompañada de una incapacidad administrativa (incapacidad
de ampliación eficiente del aparato burocrático), lo
que conduce a una inflación regulativa (con deterioro concomitante
de la calidad de los servicios) y se llega así a una crisis
del presupuesto estatal.
En el marco de los enfoques neoestructuralistas la reforma descentralizadora
persigue aumentar la efectividad del sistema por medio de la racionalización
de la regulación estatal. El argumento sostiene que la crisis
del Estado latinoamericano tiene dos dimensiones: crisis de endeudamiento
externo (internacional) y crisis de distribución y legitimidad
(interno). La crisis de endeudamiento limita los espacios hacia afuera
y obliga al costoso proceso de ajuste; la crisis de distribución
causa polarización socioeconómica que afecta más
a algunas regiones que a otras. Por consiguiente el régimen
pierde legitimidad y la presión política de la periferia
sube, lo que acarrea incapacidad de las instituciones tradicionales
de encarar los nuevos conflictos sociopolíticos. La incapacacidad
institucional se debe en buena parte a la sobrecentralización
del Estado. Las estructuras centralizadas se justificaron en el pasado
por la creación del Estado de bienestar y por el proceso de
modernización económica, pero han perdido su vigencia.
En los enfoques neomarxistas, la descentralización es una respuesta
para estabilizar el sistema frente a las tensiones provocadas por
el ajuste económico, por la reproducción de la dominación
política por medio de la privatización, por la modernización
y por la fragmentación de la práctica política.
El argumento correspondiente es que en la nueva fase de acumulación,
los países dependientes (que en el pasado crearon amplias capacidades
de intervención estatal) viven fuertes presiones de ajuste,
con una doble dinámica: por un lado deben manejar la crisis
de endeudamiento hacia afuera y la crisis presupuestal hacia adentro,
por otro lado se vuelven críticas las relaciones entre Estado
y sociedad pues los instrumentos de la intervención estatal
se muestran insuficientes, irracionales o demasiado costosos. Esta
crisis se trata de solucionar con la llamada modernización
del Estado proceso que conlleva pérdidas de legitimidad y nuevas
formas de articulación de intereses que en parte escapan del
control de Estado. Como reacción se vienen ofreciendo nuevas
posibilidades de participación: esto se llama democratización
del régimen.
La descentralización "per
se" no es necesariamente el medio para lograr esta aproximación
del Estado a la comunidad local o regional, pues ella puede convertirse
en un factor de disgregación del Estado y en un alimentador
de fuerzas centrífugas dentro del sistema político.
La descentralización funcional al rol integrador del Estado
descansa sobre ciertas condiciones previas que se pueden señalar
brevemente.
Una de estas condiciones básicas se refiere a la delimitación
de las unidades regionales y locales en cuanto realidades socialmente
válidas, lo que implica consideraciones precisas acerca de
las variables y procesos de participación que deben ser tomados
en cuenta para arribar a tales delimitaciones. A veces la geografía
y la sociología de las regiones o localidades coinciden; otras
no, y cuando esto ocurre, el sistema político debe ser suficientemente
flexible para hacer primar los criterios de la conformación
social del espacio antes que la materialidad física de la geografía.
Otra de estas condiciones tiene que ver con la relación entre
la descentralización y las diferenciaciones regionales (sociales,
culturales, y aún históricas) que suelen existir al
interior de las sociedades nacionales. La descentralización
efectivamente posibilita que estas diferenciaciones se expresen y
se manifiesten en toda su variedad y contribuyan así al enriquecimiento
de la vida social del país en su conjunto. No obstante hay
un cierto tipo de diferenciación con la cual la descentralización
probablemente deje de contribuir a la integración de la sociedad
mayor y se transforme en una fuerza desintegradora. Esto ocurre cuando
las diferenciaciones regionales o locales son expresiones acentuadas
del rezago de regiones pobres respecto de regiones ricas. Así,
la descentralización se hace ingenua en la misma medida en
que ella contribuya a la perpetuación estructural del rezago.
Por todo ello la descentralización funcional a la integración
debe ir acompañada de una cuidadosa determinación de
lo que debe considerarse como estándar nacional, en los distintos
campos de la acción pública y estatal y de las adecuaciones
regionales o locales de tales estándares. En especial esa descentralización
supone el desarrollo y consolidación de instituciones mediatizadoras
que sean capaces de actuar como canales adecuados para el doble tránsito
de la participación, al que más arriba se hacía
referencia y que permitan, por lo mismo, contrarrestar las tendencias
a la privatización de la política regional o local que
suele encarnarse en el fenómeno del caudillismo y el clientelismo
a escala vecinal.
Notas
(1)Abogado y Sociólogo de
la Pontificia Universidad Católica de Chile. Ph.D. (c). en Sociología,
Columbia University, New York. Docente de la Escuela de Sociología
de la Universidad de Chile. Director del Departamento de Gobierno y
Gestión Pública del Instituto de Asuntos Públicos
de la Universidad de Chile.
(2)Van
Haldenwang, Christian, "Hacia un concepto politológico
de la descentralización del Estado en América Latina",
Revista EURE, Vol. XVI. Santiago, 1990, pág. 61.